Ha sido un julio particularmente triste para los estadounidenses. En Highland Park, Illinois, un joven armado abrió fuego en un desfile con un fusil de alto calibre; mató a siete personas, hirió al menos a 47 y traumatizó a muchas más. En el mismo fin de semana, más de 50 personas fueron baleadas en la ciudad de Nueva York. Es concebible que esos tiroteos fueran posibles debido a una vaga interpretación de la Segunda Enmienda de la Constitución.
Esa Enmienda, ratificada el 15 de diciembre de 1791, dice: siendo necesaria una milicia bien regulada para la seguridad de un Estado libre, no se infringirá el derecho del pueblo a poseer y portar armas. Se inspiró en el derecho a poseer y portar armas reconocido en el common law inglés y en la Carta de Derechos inglesa de 1689 que prevaleció en las colonias americanas. El alcance y las prerrogativas derivadas de la Segunda Enmienda han sido objeto de considerable controversia, y su vaga interpretación ha tenido graves consecuencias legales.
Quienes se oponen al control de armas enfatizan la última parte de la oración, “...no se infringirá el derecho del pueblo a poseer y portar armas”, dejando de lado que este derecho constitucional se centra en una “milicia bien regulada”, que en ese momento se consideró “necesaria para la seguridad de un Estado libre”. Como señaló Alexander Hamilton en Federalist Papers, una milicia bien regulada es “la defensa más natural de un país libre”.
La íntima conexión entre el derecho a portar armas y los derechos naturales de autodefensa y resistencia a la opresión señalados por Sir William Blackstone (1723-1780), un jurista inglés conocido por escribir los Comentarios sobre las leyes de Inglaterra, es fundamental para comprender el significado y propósito de la Segunda Enmienda. El deber cívico de actuar en conjunto con los conciudadanos para defender el Estado también está en el centro del derecho a portar armas bajo la Constitución de Pensilvania de 1776: “las personas tienen derecho a portar armas para su defensa y la del Estado”.
Obviamente, las circunstancias exactas para defender el Estado durante la Revolución Americana fueron totalmente diferentes a las que existen ahora. El 17 de septiembre de 2013, durante una entrevista con John Hockenberry en la radio WNYC, la ex jueza asociada de la Corte Suprema, Ruth Bader Ginsburg, habló sobre su disidencia en District of Columbia v. Heller (2008), donde la Corte Suprema sostuvo que la Segunda Enmienda protege un derecho individual a poseer un arma de fuego que no esté relacionada con el servicio en una milicia, y a usar esa arma para fines tradicionalmente lícitos, como la autodefensa dentro de un hogar.
La jueza Ginsburg dijo: “la Segunda Enmienda tiene un preámbulo sobre la necesidad de una milicia... Históricamente, el nuevo gobierno no tenía dinero para pagar un ejército, por lo que dependía de las milicias estatales. Y el Estado exigía que los hombres tuvieran ciertas armas y especificaba en la ley qué armas debían poseer estas personas en su casa para que cuando fueran llamados a hacer el servicio de milicianos, las dispusieran. Ese fue todo el propósito de la Segunda Enmienda… Entonces, la Segunda Enmienda está desactualizada en el sentido de que su función se ha vuelto obsoleta”.
También en una opinión disidente, el juez John Paul Stevens declaró que la sentencia del tribunal fue una “lectura forzada y poco convincente” que anuló un precedente de larga data. Afirmó que la corte había “otorgado un cambio dramático en la ley”.
Por lo tanto, una lectura textual y contextual justa de la Segunda Enmienda indica claramente que quienes tienen derecho a reclamar el derecho constitucional a portar armas no son ciudadanos promedio, sino aquellos que pertenecen a un grupo de civiles entrenados como soldados que, en caso de emergencia -tal una amenaza para el Estado- deben estar disponibles para complementar el ejército regular.
En el momento en que se promulgó la segunda enmienda, los Padres Fundadores no podrían haber predicho los tremendos avances tecnológicos en el armamento moderno. Existen diferencias considerables entre los mosquetes utilizados durante la época revolucionaria y las armas de asalto disponibles hoy en día, capaces de matar a decenas de personas, incluidos niños, en cuestión de segundos.
La identificación errónea del “derecho a portar armas” con un derecho individual encuentra apoyo desafortunado en una comprensión equivocada, pero culturalmente arraigada, de la virilidad. Demasiadas personas equiparan la posesión de armas con la masculinidad. Pero, como observa el periodista neoyorquino Michael Hart: “los adultos que promueven la cultura de las armas deben ser entendidos y no estoy seguro de que, como sociedad, nos hayamos acercado aún, a hacerlo. No entiendo en absoluto por qué los hombres, y son abrumadoramente los hombres, sienten que poseer un arma es algo que deben hacer. De alguna manera es parte de su identidad, pero, ¿qué significa eso? ¿Es esa identidad tan vacía, tan temerosa, tan adoradora del poder letal absoluto que las armas proporcionan, un eslabón perdido? ¿Se sienten estos hombres, más grandes, más fuertes, más ellos mismos, al poseer un arma? ¿Los atrae la perspectiva de matar a otro ser humano?”
La vaga interpretación de la Segunda Enmienda es responsable, en gran medida, de la pérdida de miles de vidas cada año. La ausencia de restricciones legales efectivas a la comercialización de armas en los Estados Unidos, como resultado de este entendimiento equivocado, seguirá ensombreciendo su supervivencia como una sociedad verdaderamente civilizada.